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Mi hijo es un crack – Capítulo I

Mi hijo tiene siete años pero juega como si tuviese nueve. Siempre recordaré estas palabras. No me acuerdo cuando las escuché, pero sí recuerdo que fue hace muchos años. Me quedaron grabadas por su incoherencia. No lograba entender del todo el mensaje que intentaba transmitir y de tantas vueltas que le di se me quedaron guardadas para siempre en mi cabeza. Yo, por aquel entonces, no era ni proyecto de entrenador de fútbol base. Tendría quince o dieciséis años y, quizás por eso, no entendí qué quería decir la persona que lanzaba esas palabras.

 

Con dieciocho años creí entender por fin ese mensaje. El club en el que jugaba me ofreció, junto a otro compañero, entrenar a un equipo benjamín. Aceptamos y con ello las palabras que inician este texto se convirtieron en el prólogo de un libro que quizás un día me atreva a escribir.

En un grupo de más de diez personas siempre hay un gilipollas. Estas palabras sí recuerdo a quién se las escuché. Un profesor mío de la carrera las pronunció durante una clase y es tal el acierto de las mismas que he decidido no olvidarlas. 

Las historias que voy a contar no siguen ningún tipo de orden. Ni cronológico ni de importancia. Son, simplemente, historias que me han pasado y que me apetece compartirlas con vosotros.

A esta le llamaremos El padre del crack.

Siempre he tenido claro que en edades tempranas todos los niños deben tener el mismo derecho a jugar en caso de que asistan al mismo número de entrenamientos. Esto me ha generado algún problema.


-Antón, ¿podemos hablar un momento? -me dijo un padre a la salida de un entrenamiento al enterarse de que su hijo de ocho años no iba convocado al siguiente partido.

-Sí, claro. Dime.

-Me dice mi hijo que no va convocado para este partido. Me explica que cada semana van a quedar niños distintos sin convocar porque vais a hacer un sistema de rotación. ¿Me puedes explicar qué es eso de la rotación? -preguntó con claros rasgos de enfado.

-Que todos los niños, en el caso de que vengan al mismo número de entrenamientos, van a ir al mismo número de partidos. Como somos dieciséis -fue un año en el que éramos muchísimos-, hemos decidido que cada semana descansen dos, tocándole esta semana a tu hijo.

-Mi hijo lleva en el club tres años y no ha quedado fuera de la convocatoria nunca. A los partidos tienen que ir los mejores. A los partidos se va a ganar -dijo-. Para pasarlo bien lo llevo al parque.

-Bueno, ese es tu punto de vista -le contesté calmado-. El mío es que aquí venimos a pasarlo bien y a aprender.

-Pero es que mi hijo es un crack -prometo que todo esto es cierto-. ¿Qué más le vais a enseñar a mi hijo si ya lleva tres años en el club?

-Mira, no voy a iniciar esta discusión. El responsable de este equipo soy yo y he decidido hacerlo así, lo siento -era el colmo, me estaba hablando de un niño de ocho años.

-No te equivoques, aquí los que decidimos somos nosotros que para eso somos los que pagamos.

-Pues vete al club y les cuentas que el entrenador de tu hijo está rotando en las convocatorias de los jugadores -lo mejor era acabar con aquello rápido-. Si me dicen que no puedo hacerlo me voy. Mientras no me lo digan tu hijo está fuera de la convocatoria. Hasta luego.

 

Y me fui. Nunca fue al club. Nunca más volvió a decirme nada sobre las convocatorias. Lo que sí hizo fue llamarme raro cuando un día le dije que no podía entrar en el vestuario a ayudar a su hijo a ducharse y a vestirse. Era algo que yo había dejado claro en la reunión de principio de temporada, pero él no había asistido. Por eso, además de lo de las duchas, también desconocía el sistema de rotación. 

Porque, sorprendentemente, hay una relación directa entre los padres que no asisten a las reuniones en las que se explica qué es el fútbol base y los padres que no saben qué es el fútbol base.
 

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