Hay cosas inexplicables y hay otras que, teniendo explicación, no las queremos conocer. Esas son las dos opciones que hay para que tú no sepas el porqué de algo. Que el porqué no exista o que no te apetezca verlo. No hay más opciones. Pero calma. No es nada grave. Todos, antes o después, hemos tenido una situación en nuestra vida en la que no hemos querido aceptar aquello que había sucedido. Es más fácil autoconvencernos de que algo que ha pasado ha sido una sorpresa que reconocer que llevábamos días, semanas o meses engañándonos, que nosotros también lo veíamos pero que mirábamos para otro lado.
La historia de hoy tiene relación con no querer ver lo que tienes delante de las narices. Con mirar para otro lado y negar la coherencia de los actos. Es una historia bonita porque todos, fuese por un motivo o por otro, la hemos vivido alguna vez. Es una historia a la que llamaremos Bota de Oro del recreo.
Un niño puede ser bueno, malo o regular jugando al fútbol. Su nivel en realidad es indiferente. Él va allí a hacer deporte, a estar con amigos, a jugar al fútbol y a pasarlo bien. Si le da a la pelota o le da al aire ya son cuestiones que, como padres, nos deberían dar igual. ¿Él es feliz dándole al aire y perdiendo todos los balones que toca? Pues ya está. A mí qué más me da que mi hijo sea malísimo si lo pasa bien. Es que me da absolutamente igual. Otra cosa sería que como es malísimo el entrenador le privase del derecho de pasárselo bien. Entonces ya no me daría igual.
Pero vayamos al grano. Hace años tenía un jugador, alevín de segundo año, que no era un portento técnico precisamente. Hablando claro, se le daba mal jugar al fútbol. Pero bueno, él venía a entrenar siempre y, siguiendo mi criterio al respecto, gozaba de bastantes minutos durante el partido del fin de semana. Partido en el cual seguía siendo igual de malo que en los entrenamientos, no penséis que se convertía en Zinedine Zidane, pero como yo entendía que mi labor era garantizar la práctica deportiva y favorecer la adherencia al deporte, este jugador, que no faltaba nunca a entrenar, jugaba más o menos lo mismo que el resto.
Un día, varios meses después de haber empezado la temporada, su madre se acercó a mí al terminar un partido.
-Hola, Antón. ¿Podía hablar contigo un momento? -me dijo a la entrada del vestuario.
Al ver que yo asentía con la cabeza decidió disparar.
A puerta vacía y desde la línea, pensé. Pero no se lo dije. Porque somos mucho más felices pensando que eso que nos está rompiendo los esquemas mentales delante de nuestra cara es algo que no tiene sentido. Que es un error de Matrix. Que mi novia no me dejó porque prefería a otro, que el protagonista de mi serie favorita no se murió y que mi hijo es el Pichichi del recreo y no el tuercebotas que veo en los partidos del equipo.