Algo falla cuando sientes la necesidad de vender lo buen jugador que es tu hijo antes de que el entrenador o entrenadora de turno lo vea jugar. No sé el qué, pero algo falla. Quizás sea una inseguridad gigante que te hace pensar que, quizás, tu hijo no sea tan bueno como tú crees y ante el miedo de que el entrenador lo perciba de manera diferente intentas influir en dicha percepción dando tu opinión. Quizás sea una concepción del fútbol base completamente alejada de la realidad en la que piensas que es relevante si tu hijo parece Messi jugando o, por el contrario, parece una avestruz. Quizás el problema sea ambas cosas o quizás sea muchas otras que no logro entender. No lo sé, pero llegar a un club nuevo y comunicarle al entrenador lo bueno que es tu hijo antes de que el propio niño se estrene en un entrenamiento es, como visteis en el capítulo II, una tónica habitual.
En el capítulo II la historia sucedió telefónicamente, esta vez, en cambio, transcurrió de manera presencial. Es una historia parecida pero, a la vez, muy diferente. Es una historia de ambición, es la búsqueda de un salto en la carrera futbolística de un niño de once años, es una historia a la que llamaremos El problema no eres tú. El problema soy yo que me merezco algo mejor.
Era una tarde de entrenamiento. El club me había avisado de que posiblemente ese día empezase un niño nuevo con nosotros. Yo entrenaba alevines de segundo año y, efectivamente, diez minutos antes de comenzar la sesión una familia se acercó a mí. Venía la madre, el padre, un bebé en un carrito y el niño nuevo.
Iba a iniciar mi camino hacia el almacén cuando la madre de Miguel volvió a hablar.
-Y así, decidimos cambiar de club -continuó como si su intervención anterior nunca hubiese finalizado-. El del año pasado se le quedaba pequeño. Se notaba que necesitaba un reto mayor. Lo veíamos estancado. El club lo trataba muy bien, era el mejor del equipo. Todos jugaban para él, pero claro, Miguel se desesperaba porque en cuanto le pasaba la pelota a algún compañero éstos la perdían. Llegaba a casa muy frustrado y decidimos cambiar de club.
Yo asentía con la cabeza. ¿Qué se le dice a alguien que te cuenta estas historias nada más llevar a su hijo a tu club? Menuda carta de presentación. Sin conocer al niño ya sabes que, como mínimo, su madre está algo desubicada. Porque vamos, pongamos que fuese cierto todo lo que cuenta, en qué momento decides contarle a un entrenador, que ni siquiera vio jugar a tu hijo, que el equipo del año pasado jugaba para él, que necesitaba un reto mayor y que se desespera cuando sus compañeros pierden la pelota. No sé, no entiendo cuál es el razonamiento que hay detrás de estas cosas.
El niño era malísimo. No le daba a un baúl.